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Cuando tenía 8 años me di cuenta que…

A mi abuela la llamaban “la güera”. Yo jamás la llamé por su nombre, siempre “abuelita güera”.

Cuando tenía ocho años me di cuenta de que en la familia de mi padre me trataban distinto. Principalmente mi abuela, quien no me miraba, ni trataba como a mis otros primos.

Recuerdo las navidades, con todos los nietos sentados alrededor de una gran mesa en el comedor. Era el momento de recibir y abrir los regalos que “la güera” nos daba, los abríamos por turnos. Mientras todos gritaban: “¡Que lo abra! ¡Que lo abra!”, sentados en aquella mesa, mis primos recibían juguetes, alguno que sin duda los haría sonreír, alguno que tenía que ver con ellos de manera particular. Sin embargo, yo recibía ropa interior, un “regalo” que todos veían entre risas de burla. Y así, mientras mi abuela me preguntaba, ¿Te gustó tu regalo?, yo me preguntaba, ¿Por qué a mí no me regala un juguete? ¿Por qué yo no lo merezco?

A esa edad no lograba comprender porque mi abuela me castigaba de esa manera. Pero un día lo comprendí, cuando dijo: “Si estuvieras más blanquita, serías bonita”. Esas palabras golpearon mi corazón. Y si, por mucho tiempo, esa afirmación tuvo un gran peso e impacto en la percepción sobre mí misma, en la manera de construir mis vínculos y concebir estereotipos.

“Más blanquita” ¿Cuándo es suficiente?

En una familia de tez blanca, mi color no era lo suficientemente blanco para poder integrarme, lo cual me colocaba en “lo diferente”, adjudicándome un distinto valor.

Mi madre me dijo que mi color de piel era café con leche, “no tan blanca, tampoco tan morena”. O como las ricas tostadas que preparaba mi abuelita materna. Esa era la explicación amorosa de mi madre, quien también experimentó el rechazo por su color de piel.

En tiempos recientes, dentro de una conversación sobre racismo, cuando alguien relataba una experiencia de discriminación por su color de piel, expresé: “Así lo viví yo también”. Recibiendo por respuesta: “¿Tú? Pero si tú eres blanca”. Recibir esa afirmación, fue para mí todo un sinsentido, ya que jamás me he percibido como una persona de piel blanca. Pero también una revelación que movilizó en mí, el darme cuenta de que, en el terreno de la blanquitud, nunca se es suficientemente blanco y todos estamos sujetos a experimentar discriminación en esta frágil línea.

“Cuando no te sientes bienvenida”

Así es, como desde muy pequeña y sin saberlo, viví lo que ahora puedo poner en palabras, bajo el nombre de pigmentocracia, donde los privilegios son mayores entre más claro sea el color de la piel. Privilegios que pueden ser incluso, recibir un juguete en Navidad.

“Solo aquello que se nombra, existe”

De esta manera, el rechazo de mi abuela por mi color de piel me hace reflexionar en el racismo que me habita y en el racismo como una realidad palpable al interior de las familias, desde expresiones manifiestas hasta las más sutiles y difíciles de percibir. Experiencias que lo reproducen, validan, no lo cuestionan y, por tanto, normalizan.
Nombrar, verbalizar, llevar al terreno del lenguaje los actos de discriminación y racismo, nos permitirá transformar un profundo conflicto de devaluación y de no existencia del otro, que se gesta en colectivo y arrastra violentamente al individuo bajo inmensos costos personales y sociales.

¿Qué acciones concretas, desde los singular, puedo realizar para combatir el racismo y fomentar la inclusión de la diferencia? Debe ser una pregunta y reflexión constante en nuestra cotidianeidad y al centro del debate social.
Elizabeth